CAPÍTULO XVII
 Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron, etc. |
Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y, con el mesmo
tono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba
tendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
-Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
-¿Qué tengo de dormir, pesia a mí -respondió Sancho, lleno de pesadumbre y
de despecho-; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo
esta noche?
-Puédeslo creer ansí, sin duda -respondió don Quijote-, porque, o yo sé
poco, o este castillo es encantado. Porque has de saber… Mas, esto que
ahora quiero decirte hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de
mi muerte. -Sí juro -respondió Sancho. -Dígolo -replicó don Quijote-, porque soy enemigo de que se quite la honra
a nadie. -Digo que sí juro -tornó a decir Sancho- que lo callaré hasta después de
los días de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana. -¿Tan malas obras te hago, Sancho -respondió don Quijote-, que me querrías
ver muerto con tanta brevedad?
-No es por eso -respondió Sancho-, sino porque soy enemigo de guardar mucho
las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas. -Sea por lo que fuere -dijo don Quijote-; que más fío de tu amor y de tu
cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más
estrañas aventuras que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve,
sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que es
la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede
hallar. ¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo
entendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo
a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo
te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me
había puesto en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como
tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella
en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por
dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante
y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en
sangre; y después me molió de tal suerte que estoy peor que ayer cuando los
gallegos, que, por demasías de Rocinante, nos hicieron el agravio que
sabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le
debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí. -Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros
me han aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fue
tortas y pan pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara
aventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos
mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho,
pero yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi
vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió, que ni soy caballero
andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la
mayor parte!
-Luego, ¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote. -¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho. -No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo
precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos. Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que
pensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en
camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala
cara, preguntó a su amo:
-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a
castigar, si se dejó algo en el tintero?
-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se
dejan ver de nadie. -Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis
espaldas. -También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es
bastante indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro. Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegada
conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba
boca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él
el cuadrillero y díjole:
-Pues, ¿cómo va, buen hombre?
-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos. ¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes,
majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer,
no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don
Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado;
y, como todo quedó ascuras, salióse luego; y Sancho Panza dijo:
-Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el
tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los
candilazos. -Así es -respondió don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de
encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como
son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más
lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta
fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero
para hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien
menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma
me ha dado. Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estaba
el ventero; y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en
qué paraba su enemigo, le dijo:
-Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un
poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los
mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella
cama, malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta. Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y, porque
ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando al
ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos
en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más
mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era
sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto,
mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que
estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la
hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja
de lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la
alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y
credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo
lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el
arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos. Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel
precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo
caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media
azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que
no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le
dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen
solo. Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las
cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor
de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que
había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía
acometer desde allí adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas,
batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen. Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que
le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor
talante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es,
pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado
como el de su amo, y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y
bascas, con tantos trasudores y desmayos que él pensó bien y verdaderamente
que era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado,
maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole así don
Quijote, le dijo:
-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero,
porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo
son. -Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi
parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?
En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero a
desaguarse por entrambas canales, con tanta priesa que la estera de enea,
sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se
cubría, fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y
accidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la
vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las
cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía
tener. Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso
partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí
se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y
amparo; y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo. Y
así, forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al
jumento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y a subir en el
asno. Púsose luego a caballo, y, llegándose a un rincón de la venta, asió
de un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza. Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de más de
veinte personas; mirábale también la hija del ventero, y él también no
quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro que
parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y todos pensaban
que debía de ser del dolor que sentía en las costillas; a lo menos,
pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar. Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta, llamó
al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:
-Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro
castillo he recebido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días
de mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún soberbio que
os haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a
los que poco pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y castigar
alevosías. Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna cosa deste jaez
que encomendarme, no hay sino decilla; que yo os prometo, por la orden de
caballero que recebí, de faceros satisfecho y pagado a toda vuestra
voluntad. El ventero le respondió con el mesmo sosiego:
-Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue
ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me
hacen. Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche
ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de
la cena y camas. -Luego, ¿venta es ésta? -replicó don Quijote. -Y muy honrada -respondió el ventero. -Engañado he vivido hasta aquí -respondió don Quijote-, que en verdad que
pensé que era castillo, y no malo; pero, pues es ansí que no es castillo
sino venta, lo que se podrá hacer por agora es que perdonéis por la paga,
que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los
cuales sé cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario, que
jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les
debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere,
en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche
y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre,
con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todos
los incómodos de la tierra. -Poco tengo yo que ver en eso -respondió el ventero-; págueseme lo que se
me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta
con otra cosa que con cobrar mi hacienda. -Vos sois un sandio y mal hostalero -respondió don Quijote. Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la
venta sin que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía su escudero,
se alongó un buen trecho. El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho
Panza, el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampoco
él pagaría; porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, la
mesma regla y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna
en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que
si no le pagaba, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho
respondió que, por la ley de caballería que su amo había recebido, no
pagaría un solo cornado, aunque le costase la vida; porque no había de
perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se
habían de quejar dél los escuderos de los tales que estaban por venir al
mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero. Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba
en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del
Potro de Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien
intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y
movidos de un mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno,
uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella,
alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían
menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por
límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a
levantarle en alto y a holgarse con él como con perro por carnestolendas. Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los
oídos de su amo; el cual, determinándose a escuchar atentamente, creyó que
alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que
gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galope
llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por
donde entrar; pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eran
muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero. Viole
bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza que, si la cólera le
dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las
bardas, pero estaba tan molido y quebrantado que aun apearse no pudo; y
así, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y baldones
a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas
no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho
dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo
aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron. Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Y
la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien
socorrelle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser más
frío. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo
le daba, diciendo:
-¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí
tengo el santísimo bálsamo -y enseñábale la alcuza del brebaje-, que con
dos gotas que dél bebas sanarás sin duda. A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otras
mayores:
-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o
quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí. Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como al
primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes
que se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo
pagó de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque
estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana. Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole la
puerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber
pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa
de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el
ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho
no las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la
puerta así como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, que
eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros
andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.

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